
A Brazadas Contra el Destino: Mi Camino de Superación y Gratitud
por Francisco Paz
¿Puedes imaginarte con 16 años? ¿Cómo es esa etapa? ¿Tienes muchos amigos? ¿Eres deportista? ¿Tus calificaciones son buenas? ¿Estás viviendo tu primer amor o quizá enfrentando tu primera decepción? ¿Qué das por hecho? ¿Tu salud? ¿Tus sueños? Yo también lo hacía… hasta que mi vida cambió por completo.
"Elige tu silla de ruedas."
Esas fueron las palabras del especialista después de diagnosticarme una enfermedad degenerativa en la columna vertebral. Pero, ¿cómo llegué hasta aquí? Recuerdo el primer dolor de espalda, tenía 15 años y estaba sentado en casa de mi abuelita. Todo parecía normal hasta que una punzada en la zona lumbar me obligó a recostarme en el piso para aliviar la molestia. Pensé que sería algo pasajero. Me equivoqué.
A los 16 años, el dolor se convirtió en mi sombra. Día a día se intensificaba, transformando mi vida por completo. Dejé de ser el chico que andaba en patineta y platicaba con amigos, para convertirme en alguien que solo deseaba quedarse acostado viendo televisión. Meses después, terminé en la sala de urgencias, rodeado de médicos examinando radiografías. Fue ahí donde entendí que no sería algo que se curaría con pastillas o reposo.
Esta no es la historia de mi diagnóstico, sino de cómo ese proceso afectó mi mundo.
Al principio, todo parecía rutinario: terapias tres o cuatro veces por semana, ejercicios, consultas. Pero el dolor no cedía, y los especialistas no encontraban respuestas. Entonces llegó el golpe más duro: el doctor mencionó un posible tumor, una cirugía inminente y, con ella, una silla de ruedas.
Esa noche, sentado en el auto con mis padres y mi hermana, el silencio fue ensordecedor. Hoy me pregunto: ¿Qué le dices a un adolescente al que le acaban de decir que no volverá a caminar como antes? ¿Cómo le explicas que su casa, llena de escaleras, ahora será un obstáculo? ¿Cómo calmas sus sueños rotos? Esa noche descubrí que el llanto puede ser tan silencioso como devastador.
La depresión llegó como una ola imparable. Dejé de salir de mi cuarto, pasé de la cama al suelo, con los audífonos puestos todo el tiempo, evadiendo preguntas que no quería responder. ¿Cómo estaba? Mal. ¿Qué dolía? Todo. Las respuestas eran obvias, pero nadie quería aceptarlas. Ni siquiera yo.
No todos los ángeles tienen alas. A veces llegan como un amigo lejano que, en una conversación casual, te entrega un número y una dirección. Ese contacto me llevó al doctor Benet. Antes de mi primera consulta, me mandaron a hacer un chaleco rígido que inmovilizaba mi torso. Recuerdo el proceso: las mediciones, el incómodo ajuste y un pensamiento que lo cambió todo: Si voy a usar una silla de ruedas, quiero recordar este momento como alguien que lo intentó todo.
Ese pensamiento me llevó a la natación. Había olvidado que, en aquella sala de emergencias, alguien me lo recomendó como terapia. Nunca imaginé que se convertiría en mi refugio.
La primera vez que nadé, estaba aterrorizado. La deformidad de mi espalda era evidente, y las preguntas me invadían: ¿Qué pensarán de mí? ¿Se notará mi caminar torpe? ¿Podré nadar sin verme ridículo? Pero al salir de la alberca, algo cambió. Una sonrisa, un alivio desconocido, y el deseo de regresar al día siguiente.
De los 16 a los 21 años viví de todo: me fui de intercambio, enfrenté rupturas amorosas, terminé mi carrera como matemático aplicado y recibí la medalla al mérito universitario. La enfermedad parecía haber quedado atrás. Irresponsablemente, dejé la natación y las terapias, hasta que un día, en el trabajo, no pude levantarme. Era el recordatorio que no quería: la enfermedad no se había ido. Sabía lo que debía hacer. Volví al doctor Benet, regresé a la natación y, esta vez, algo nuevo nació en mí: gratitud.
Aquí comenzó mi carrera deportiva. El primer gran desafío fue un maratón acuático en Acapulco: 5 kilómetros en el mar, el 12 de diciembre, día de la Virgen de Guadalupe, un día antes de mi cumpleaños. No era una simple competencia; era mi forma de agradecer por algo que muchos dan por sentado: caminar.
Ese maratón marcó un antes y un después. Cada año volvía, no para competir, sino para dejar un pedazo de mi alma en ese bello puerto. La natación se convirtió en mi centro, en mi conexión con la vida.
Los años pasaron, pero la pasión por nadar no cambió. A los 30 años, me uní a un equipo competitivo. Los entrenadores eran exigentes, y comencé a corregir mi técnica: brazadas más precisas, patadas más fuertes, una respiración sincronizada. Después de meses de entrenamientos, llegó la primera gran invitación: el Campeonato Nacional Master Curso Corto 2023, en Querétaro.
¡Qué locura! Un nacional. Nunca había competido en alberca, no sabía cómo salir del banco ni dar una vuelta correctamente. Pero no importaba; quería contar la historia de cómo lo intenté, no la de cómo me rendí. El día de la competencia, mi cuerpo estaba lleno de nervios, pero en cuanto sonó el disparo de salida, todo desapareció.
¡Vaya competencia! Desde el primer sonido de salida hasta la última brazada, supe que esa sensación sería adictiva. La adrenalina, la fuerza del agua contra mi cuerpo, el ruido de fondo que se desvanecía… todo me empujaba a querer más: entrenar más, mejorar mis tiempos, entender mejor las competencias y romper mis propias marcas. Esa primera experiencia en un campeonato nacional no fue solo un logro deportivo; fue el inicio de una nueva pasión.
Después de esa competencia vinieron otras. Algunas más desafiantes, como una en Acapulco que marcó mi regreso al mar, y otras en albercas que me ayudaron a perfeccionar mi técnica. Fue en ese camino que un amigo, con una mezcla de entusiasmo y locura, me propuso un reto que parecía impensable: “¿Qué tal si compites en los Juegos Panamericanos?”
Las mariposas comenzaron a volar en mi estómago. ¿Era posible? ¿Tenía lo necesario? Pero en el fondo, ya sabía la respuesta. Esto no era solo un hobby; era algo más grande, una parte de quién soy. Así que, fiel a mi mentalidad, acepté el desafío sin dudar.
El día llegó. Recuerdo el olor del avión, la primera vista de la ciudad que me recibiría, los letreros anunciando los Juegos Panamericanos, el hotel y el camino que llevaba a la alberca. Todo era emocionante, como si cada detalle físico y sensorial se conectara conmigo, diciéndome: “Estás en el lugar correcto.”
La alberca era impresionante, su olor a cloro me envolvía y reforzaba esa conexión especial con el agua. Durante el reconocimiento del lugar, nadé algunas vueltas, practiqué salidas y me familiaricé con los vestidores, las gradas y los espacios que serían testigos de ese momento único. Todo estaba listo.
El primer día de competencia. Caminé desde el hotel hasta la alberca con los audífonos puestos y la música perfectamente seleccionada para conectarme con mi historia, con todo lo que me había traído hasta ahí. Me sumergí en el calentamiento, salí del agua, cambié mi traje y me preparé. Era el momento de probarme a mí mismo, no contra los demás, sino contra las barreras que había derribado para llegar ahí.
800 metros libres, mi primera competencia internacional. Cada vuelta era un recordatorio de la fuerza que había construido, de los días oscuros superados y de la determinación que me había llevado hasta ese punto. Me enfoqué en la técnica, en mantener el ritmo, en seguir el plan. Cuando anunciaron: “¡Medalla de oro para Francisco Paz!”, mi mente se quedó en blanco. ¿En serio? ¿Yo? Era algo que jamás había imaginado, un logro que parecía un premio de la vida, una respuesta a cada momento en el que no me rendí.
Ese instante lo recuerdo con claridad, como un mensaje del universo: “Incluso de las noches más oscuras, puedes obtener un brillo con una intensidad imposible de apagar.”
La historia no terminó ahí. Las competencias continuaron, trayendo consigo nuevos retos, amigos y marcas personales. Cada una se convirtió en una forma de agradecer, no solo por haber superado los obstáculos, sino por la oportunidad de vivir plenamente, de estar en movimiento. Tal vez, solo tal vez, esta vez era la vida agradeciéndome por no haberme rendido frente al desafío más grande que había enfrentado.
Reflexión Final. La vida me dio un camino inesperado, lleno de retos y aprendizajes. Hoy sé que incluso lo que parece una derrota puede convertirse en una victoria si decides no rendirte. Mi historia no es solo sobre nadar; es sobre vivir, agradecer y avanzar, un día, una brazada a la vez.